Digamos que las noches no son mis mejores momentos. Apenas apago la Mac y me doy media vuelta, me asaltan todos los pensamientos terribles que alguna vez me han pasado por la cabeza, incluso algunos nuevos.
Anoche no fue la excepción.
Recuerdo que en Caracas mis pensamientos nocturnos giraban en torno a mi vida allí, el miedo a morir (a que me matasen, en realidad), la frustración de sentir que desperdiciaba mi juventud en un país sin futuro, la envidia que le tenía a mis padres y abuelos por haber vivido en "otra Venezuela", el miedo profundo a pensar que ese país terminaría por ser mi ancla al subdesarrollo.
Cuando hablo de Venezuela suelo referirme a ella como "ese país", al que nunca pude sentir mío. No por falta de esfuerzo, sino por falta de amor. Para mí vivir en Venezuela era como estar atrapada en un matrimonio obligado, en el que además el cónyuge abusaba de mí todos los días.
Alguna vez dije que los venezolanos sufrimos de Síndrome de Estocolmo, Venezuela ha sido nuestra secuestradora, nos hace daño, nos agrede, pero aún así queremos quererla. Nos convencemos de que la queremos.
Porque si no queremos a nuestro país, ¿qué somos?, ¿de dónde somos?, ¿a quién nos parecemos?.
Yo nunca he sentido que soy de algún país, ni siquiera del que proviene mi pasaporte. En Venezuela nunca sentí conexión con las costumbres, con la forma de hablar, con la idiosincracia (ni cuando era buena).
Cosas tan tontas como ir a la playa, comer carne roja, escuchar música llanera, tener ansias de conocer la Gran Sabana, nunca me resultaron atractivas mientras que a muchos les eran esenciales.
Mi color de piel también se volvió un tema polémico. Al crecer en una sociedad que lleva más de quince años cosechando el rechazo entre clases y desenterrando odios absurdos entre castas de la época de la colonización, sentí por primera vez el rechazo constante. Me daba miedo ser blanca en un país donde asocian el color de piel con el dinero, donde el dinero causa odio, donde el odio incita a la violencia y donde la violencia es impune.
Venezuela me rechazaba como a una enfermedad. Solo pensaba en salir, en irme de allí y en buscar esa tierra prometida donde pudiese ser asimilada y aceptada.
Tomé la decisión de venirme a España, pero no he querido ser española. Madrid me ha abierto los brazos, me ha tratado suavemente, pero no me siento de aquí. Los españoles son gente buena, pero aún lidian con el racismo. Un racismo que va más allá del color de piel, que les hace odiar tu acento, tus palabras, tus eses y tus zetas.
Debo decir que nunca me han tratado mal, pero sí me he encontrado a muchas personas que ven mis americanismos como una discapacidad y que, aún sin quererlo, me lo hacen saber. Afortunadamente, siempre he sido capaz de defenderme alegando individualidad, lo triste es que nunca he podido contradecirlos por completo.
Hoy, por primera vez en casi un año, me levanté para mirar las noticias en Twitter. Grave error. Lo primero que me aparece en el timeline es un tweet del periódico El País en el que alegan que ya han atrapado a uno de los delincuentes que mataron a un joven en un enfrentamiento en Puerta del Sol. Le hago seguimiento a la noticia y me doy cuenta, con pesar, de que todo el lío radica en las bandas latinas.
¿Bandas latinas? ¿Esto es en serio?... Sí, lo es.
Aparentemente, en Madrid (e imagino que en toda España) desde hace algo así como diez años, han habido bandas latinas, grupos de jóvenes latinoamericanos o hijos de inmigrantes que han decidido, por algún motivo que escapa a mi comprensión, agruparse en bandas que no se dedican a más que a la delincuencia.
Sé que muchos dirán que la violencia no es algo exclusivo de los latinoamericanos. Bien, lo acepto. Pero lamentablemente, hoy no vi ninguna noticia de algún grupo de agresores escandinavos que se mataran a puñaladas.
Intento ponerme en los zapatos de un español cualquiera que, como yo, se haya levantado hoy a leer esa noticia. Yo también querría expulsar a todos los latinos de mi país, sentiría repulsión por lo que pasó y me daría mucha rabia que no respetaran mi suelo.
Es difícil no pertenecer, no sentir raíces, no sentir el tirón que te debería dar la tierra cuando escuchas un "chamo" espontáneo por la calle. Ser de ningún sitio.
¿Es posible ser solo emigrante? ¿Esa puede ser mi condición permanente? ¿O es que aún no he dado con el sitio del que soy?
1 comentario:
Ah, el racismo... esa enfermedad que nos separa... Lo bueno de tu caso es la multiculturalidad, ese saber de todo, la mezcolanza y la mente abierta que tienes te convierte en una transoceánica con muchas posibilidades. Supongo que la sensación de desamparo patriota y el sentirte zozobrando entre tierras no es muy agradable, pero creo que lo podría compensar el hecho de ampliar las fronteras y los horizontes. Sí, siéntete bien, siéntete única, siéntete individual, mezclarás el lenguaje y mezclarás la cultura, serás un puente de exótica belleza. Tanto en España como en Latinoamérica somos mezcla de razas, pero a la gente muchas veces se le olvida. Escribes de maravilla, ha sido un placer leerte. Un saludo!
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